martes, 18 de agosto de 2015

La leyenda del puente de Ephen



Cuenta la leyenda que ni los pájaros osan posarse en el viejo puente que permite entrar y salir del misterioso pueblo de Ephen. Y es que no son sólo piedras abrazadas en un mar de añeja argamasa solidificada, pues una fuerza ancestral les había infundido el poder del desconcierto y el misterio interminable. El viejo puente de Ephen es antiguo, antiquísimo, tan antiguo como el pueblo mismo, y cuentan que poco después de poner la última piedra algo terrible ocurrió. 

El viento que otrora comenzara a soplar susurra entre los frondosos árboles que delimitan la ribera del río los nombres de Hela y Freya, las dos hermanas que perdieron la vida para apaciguar la cólera de los funestos dioses. Una tediosa tormenta había azotado el pueblo cuando todavía no era pueblo, durante días cayeron rayos azotadores de la tierra, llovió tanto que la tierra se vio reblandecida y poco tardó el río en desbordarse. Difícilmente trabajaban los aldeanos, todo parecía en contra de erigir los edificios que constituirían tiempo después el centro neurálgico de Ephen. ¿Por qué los dioses nos odian? Se preguntaban los aldeanos, y sin esperar una verdadera respuesta coincidieron en buscar un culpable, un chivo expiatorio. Una pérfida sonrisa se dibujó en los labios del dios de la discordia, lo peor estaba por venir.


Los habitantes de Ephen habían recorrido un larguísimo camino como pueblo nómada hasta dar con aquella tierra, el lugar perfecto para establecerse, cerca de todo cuanto la creación podía ofrecer, lejos de toda hostilidad y barbarie. A lo largo de su senda, los niños y niñas que partieran de un lugar al que ninguno recordaba ya cómo regresar crecieron hasta convertirse en los hombres y mujeres que ya entrados en la madurez decidieron asentarse. Y fue una de aquellas mujeres, Annika, la que se convirtió en la condenada, en la primera víctima del inacabable egoísmo humano. Tenía los ojos del color del océano enfurecido y dos largas trenzas rubias cayendo sobre su espalda de piel lechosa. El día de su decimoquinto aniversario coincidió con que su camino les llevó a atravesar un poblado de pastores donde conoció al hombre que la desposó y se unió a su trayecto. Nueve meses después, de su vientre abultado nacieron dos pequeñas mellizas que en el momento en que la tormenta fatal eran las muchachas más hermosas de todas cuantas había en Ephen. Y por aquello mismo lo pagarían caro.

Su belleza fue suficiente para que las demás mujeres del pueblo pusiesen sus ojos cargados de envidia sobre ellas, el rojo fuego de sus cabellos fue el detonante para que los hombres se alejasen de sus caras de ángel y pensasen en las brasas de los siete infiernos. En realidad nada les aseguraba que sacrificar a las hermanas apaciguase la ira del cielo oscuro, pero nada refrenó la ruda cuerda que anudada alrededor de sus pescuezos hizo pendular sus cuerpos del viejo puente de Ephen. Poco a poco, sus vidas huyeron en forma de humo, de un último hálito, y se anclaron al puente para recordar siempre a recién llegados y a vecinos de toda la vida la injusticia cometida. Y dicen, porque nadie deja nunca que las leyendas mueran en el abismo del silencio, que Hela y Freya siguen morando, la una junto al primer poste, la otra al final del viaducto, llorando infinitamente y señalando con dedo acusador a cuantos las apartaron de una vida que apenas había comenzado. La leyenda del puente de Ephen es susurrada por los árboles del bosque, abrid bien vuestros oídos, dejad que conozca el que no conoce.


Este relato pertenece al proyecto Leyendas de Ephen, con The Crazy Writter. 

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