De vez en cuando, si las inclemencias climáticas lo permiten, Escarcha abandona la casa que se compró en el norte, mucho más al norte de lo que jamás había ido, y se aleja de los grandes árboles que la ocultan del cielo. Cientos de coníferas oscurecen sus días y eso, en parte, le reporta consuelo cuando añora la noche, pero en ciertas ocasiones necesita algo más.
Con paso firme, deja atrás el bosque y, frente a ella, las montañas libres, los profundos valles, la nieve y, tan abajo que ni los oye, los fieros ríos de aguas guerreras, dispuestas a destruir cuanto haya construido el hombre. Allí, Escarcha se recuesta sobre la roca desnuda y observa el infinito manto de estrellas que lo domina todo, sostiene la mirada a la luna sin miedo alguno y se pregunta si alguna vez volverá a oír ulular cuando las nubes se arremolinan.
Nada ha cambiado demasiado y al mismo tiempo todo lo ha hecho desde que la mansión ardió. Solo espera que las cosas vayan bien en los campos bajos, en la tierra silvestre, y que la luz haga brillar sus plumas entre la hojarasca. Escarcha ya no vive en aquel lugar pero todavía recuerda y recuerda intensamente, así que cierra los ojos y brotan las rosas y sin elevar la voz pronuncia:
- Feliz cumpleaños, Lechuza.
Y que sean muchos más.
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