lunes, 11 de julio de 2011

Del recuerdo, 1.


 I

Corría el año 1828, a principios del siglo XIX. Las corrientes de revoluciones liberales se expandían a la velocidad del rayo por el continente europeo, quedando a salvo las fuertes monarquías ya consolidadas, entre ellas, la madre Inglaterra, donde la burguesía mantenía su lugar cercano a la ya inexistente nobleza y el proletariado se revolvía inquieto en sus humildes barriadas. Ciudadanos presurosos corrían de un lado a otro, todo avanzaba e Inglaterra no quería quedarse atrás.

En ese mismo año 1828, vivía nuestra zagala en la residencia familiar, con su tía Margueritte, que tenía el carácter firme y avinagrado de quien nunca está complacido. Su esposo, Vic, poseía una gran fortuna fabricada en el Nuevo Mundo, allá en las américas, y casi siempre se hallaba ausente.
Margueritte le había dado a Vic tres descendientes: un varón y dos damas. Beatrice, la mayor, había sido desposada con un hombre de negocios y llevaba años viviendo en la capital. Su hermano Frederic vivía con su padre en el nuevo continente, pero no se molestaba tanto en volver o escribir siquiera. Por último, Charlotte, la menor, demasiado joven para desposarse y abandonar el hogar familiar.



Era la suya una gran mansión de época, situada en la ciudad de Oxford, con bastos jardines a su alrededor y una valla de hierro forjado cercando la finca. Una larga vía de losas de mármol conducía hasta la majestuosa entrada del edificio, y se escurría después en dos finas vertientes: el camino hacia el merendero y el camino que conducía al vergel, propiamente dicho. El merendero, a la izquierda de la casa, constaba de un imponente cenador de forja blanco, con rosales trepando por sus columnas, que guardaba en su interior una elegante mesa con sus bancos del mismo material que la estructura.

El jardín, a mano derecha, era el lugar predilecto de Circe, tan repleto de plantas con y sin flores, de arbustos y árboles; un rincón de la naturaleza en el mundanal ambiente de la ciudad.

Circe Hardcastle llevaba casi ocho años conviviendo con tía Margueritte y su familia a causa del fallecimiento de sus padres. A los doce años, su tía acogió a la única hija de su hermano Nicholas cuando él falleció junto a su esposa en extrañas circunstancias, y desde entonces trataba a Circe como a una hija más; es decir, como a un negocio. No obstante, a sus casi veinte años, la muchacha había rechazado a todos los pretendientes encontrados por Margueritte, lo cual la encolerizaba.

Apenas quedaban seis semanas para su vigésimo aniversario, y Circe no dejaba de esquivar las cansinas miradas inquisitivas de su tía, quien creía que la razón de su rechazo hacia los candidatos residía en la existencia de un amante, como ocurriera años atrás con su hija Beatrice. Aquella mañana del 14 de septiembre amaneció lúgubre, un blanco mortecino perlaba el cielo y ocultaba el sol, y una brisa helada le azotó en la cara cuando abrió la ventana de sus aposentos. Las dos sirvientas que tía Margueritte había dispuesto a su servicio trabajaban rápido, como todas las mañanas: una hacía la enorme cama y ordenaba el dosel de seda, atándolo con cintas del mismo blanco hueso a las patas de la cama; la otra elegía el atuendo adecuado para el almuerzo. Sin embargo, en aquella ocasión, la mujer sacó dos vestidos del gran vestidor y los apoyó sobre la cama.

La primera criada despojó a Circe de su largo camisón blanco y comenzó a ajustarle el corsé crudo mientras ella misma estiraba sus pololos blancos. La segunda trajo las enaguas y, entre ambas, las colocaron a toda velocidad. Introdujo los brazos y la cabeza por un elegante vestido verde menta, de mangas abombadas hasta el codo y escote de barco. Adornaron su garganta con un lazo de terciopelo color ópalo y, a la par que cepillaban su lustrosa melena oscura, preguntó:

-Dime, Josefine-La susodicha se detuvo.

-¿Sí, señorita?

-Me preguntaba por qué habéis sacado un vestido más esta mañana.

La mujer de tez aceitunada respondió:

-La señora ha dicho que esta noche tenéis un compromiso social, y que debéis estar lo más radiante posible.

Circe no dijo nada, guardó silencio escrutando el reflejo de sus propios ojos, grandes, verdes, brillantes como esmeraldas.

Atravesó la salita de té que unía los dormitorios, pasó a través de la sala de música y descendió la gran escalinata para llegar al amplio comedor, donde su tía y su prima Charlotte mantenían un silencio sepulcral. Tomó asiento junto a la última, quien sonrió cortesmente al desearle buenos días. Los ojos oscuros de Charlotte se posaron de nuevo en la taza que sostenían sus hermosas manos de violinista. Llevaba la larga melena caoba recogida en un elaborado moño trenzado que la dotaba de singular elegancia, y un vestido azul de raya aristocrática y pechera con chorreras. Dos enormes zafiros lucían en sus orejas, y uno diminuto en la sortija de plata del dedo corazón.

Tía Margueritte ingería su almuerzo con el porte elegante que la hacía tan exquisita. Sus facciones dulces y redondeadas contrastaban con el semblante duro e imponente de sus ojos felinos. El cabello rizado peinado en un recogido helénico bajo el tocado violeta grisáceo, a juego con el conjunto del día. La mujer oteó a su sobrina:

-Supongo que has sido informada- Ante su asentimiento, continuó:-. El hijo de madame Smith ha regresado y su madre le organizará una recepción esta noche. Es una -Escogió las palabras cuidadosamente- gran oportunidad, querida.

-Lo sé, tía- Se guardó las quejas para sí misma-. Josefine ya me ha encontrado un atuendo para la ocasión.

-Entonces debemos aprobechar la ocasión -Se sirvió un terrón de azúcar-. Deberíais quedaros en casa hoy, ambas, para no estár cansadas.

-Estaremos frescas como rosas.

En silencio, se sentó al gran piano de cola que se hallaba en el centro de la sala de música. Charlotte se acomodó en una butacha cercana, frente a un atril, con su violín al hombro y lista para tocar. Circe le dio la entrada con el majestuoso piano, acariciando cada tecla con suma maestría.

Una vez terminó la canción, Charlotte miró a su prima:

-Esta noche podrías encontrarle.

-¿A quién?- Contestó, distraída.

-Ya sabes, a tu futuro esposo. Al hombre de tu vida.

Circe no contestó. Su prima sólo tenía dieciséis años y siempre la habían educado para ser la esposa ideal, por eso jamás entendería la tristeza que le provocaba a ella la sola idea de atarse a un completo desconocido y vivir bajo sus apetencias hasta que la dulce muerte se lo permitiera. Circe nunca se había enamorado, y quería encontrar el amor antes de que su tía estallase y la uniese con el primer candidato. Porque para Circe Hardcastle el matrimonio no significaba más que la pérdida de libertad.

2 comentarios:

  1. Sencillamente maravilloso. He tenido Del Recuerdo en casa durante meses y no lo he leído hasta ahora... Y para variar, me encanta, como cualquier obra de arte que salga de tus dedos. ¡Ay, Em, cómo echo de menos tus palabras!
    Seguiré empapándome de ellas mientras pueda.
    Un beso resquebrajado,
    C.

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    1. Este es el primer comentario de los diez que me has dejado, así que empezaré por darte las gracias por acordarte de esta historia, de mis humildes orígenes, y espero que te haya gustado como intuyo que ha pasado.

      Un frío beso,

      Emily

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