miércoles, 19 de octubre de 2011

Rutina.

Ya hace varios días que, al cerrar los ojos, veo la misma imagen. Veo a una mujer de espaldas, sola, mirando a un embravecido océano desde el borde de un acantilado. La luna no ha aparecido aún, y las nubes negras anuncian tormenta. Ella tiene la piel blanca como la porcelana, el cabello rojo como el fuego y estira las manos en dirección al horizonte. Por lo visto, ella aguarda algo, o mejor dicho a alguien, alguien que no llega o que no regresa de donde quiera que esté. La mujer se cansa, deja caer los brazos y lentamente se da la vuelta. Y es entonces cuando puedo observar aquella boca cosida, sus ojos enrojecidos, llorosos, pero muertos y fríos, y una profunda endidura donde debería estar el corazón.

Y es entonces cuando comprendo que alguien le ha robado su alma y todo lo que contenía, la alegría de vivir, la esperanza, la libertad.

Sólo existen dos continuaciones a esta escena que continuamente se me aparece:

- Un ángel volará desde lo más alto y descoserá sus labios, curará sus heridas y la devolverá al mundo sensible que Platón creó hace tanto.

- O la mujer comprenderá que se ha quedado sola, retrocederá y liberará a su alma del cuerpo destrozado. Entonces será arrastrada por la corriente y se convertirá en la muñeca que dormirá para siempre arrullada por el mar.

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