A pesar de estar casi a finales del mes de junio, y aunque suelo ser una marmota, esta mañana el calor y el dolor de cabeza me han despertado sin pensárselo dos veces. Y eso me ha dado la oportunidad de escuchar -que no ver, porque desde mi torre nada se ve- la historia de amor más intermitente del mundo.
Siendo las siete de la mañana, el cielo todavía no deja ver qué tipo de día hará hoy. Una neblina temprana se ha posado sobre nuestra pequeña ciudad, y nada se oye más allá de los pájaros despertando. Ahí quería llegar. Sobre un árbol, que deduzco no muy lejano, canturrean las melodiosas voces de los madrugadores estorninos que han invadido los árboles de esta zona. Pero, al mismo tiempo, un búho ulula las últimas notas de la pieza que ha sido la pasada noche. Y casi sin poder evitarlo, una lucecita se enciende en mi corazón.

La intermitencia es la característica principal de la historia de amor entre las aves nocturnas y las diurnas, porque son hijas del Sol y la Luna, los amantes separados por doce horas de distancia.
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