domingo, 14 de junio de 2015

In pulverem converteris, III

Tierra, la madre, el origen de todo cuanto existe.
Camina, descansa, respira, erige,
correremos por los senderos del mundo que hemos construido.

Ni siquiera habían pasado quince minutos desde que había abandonado la sala y ya estaba que echaba chispas. Demasiada tensión y muy pocas horas de sueño daban lugar al humor de perros que se reflejaba en su rostro crispado, ojeroso y pálido. En su cabeza todavía escuchaba los gritos de dolor de su esposa y los primeros llantos del retoño que llevaba nueve meses gestándose, no cabía en sí de nerviosismo, quería verla y abrazarla, y conocer a su bebé. Bebé. Sólo pensar en todo cuanto habían pasado para llegar a aquel punto le agotaba más, pero también le hacía sonreír.

Dejó caer la cabeza contra la pared a su espalda, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Movía el pie de forma rítmica e impaciente, recordando, repasando los casi cuatro años que habían pasado desde que se habían visto obligados a huir de una guerra que lo arrasó todo y los condenó a la clandestinidad. Pero nada importaba ya. Incluso con todo su mundo hecho cenizas nada importaba en realidad; habían dejado que la lluvia apagase el fuego y habían erigido sobre la tierra nueva los cimientos de una vida indestructible, llena de esperanzas, de sueños, de miedo y de ignorancia. Una vida que ninguno de los dos habría soñado tener jamás y que ahora los mantenía en pie día tras día, sin excepción. No podía quejarse.

Una enfermera entró en la sala de espera y se acercó a él para comunicarle que ya podía verla. Sin demorarse un solo segundo, siguió a la mujer hasta una de las habitaciones de la quinta planta, abrió la puerta y clavó sus ojos en la imagen que se le presentaba. Ella yacía en la única cama del dormitorio, blanca como un fantasma y con expresión cansada y somnolienta. No obstante, una sonrisa iluminaba sus facciones; en sus brazos, un diminuto recién nacido abría y cerraba sus manitas envuelto en una manta suave y confortable que envidiaba demasiado en aquellos momentos. Caminó en silencio y se sentó junto a ella en la blanda cama, no sabiendo qué era más increíble, si lo cómodo que parecía aquel colchón o lo frágiles que semejaban las dos personas junto a él.


- ¿Cómo te encuentras? - Tenía la boca seca y apenas conseguía mirarla a los ojos. Cuando la conoció, ni siquiera quería oír hablar de tener hijos; durante todo el embarazo él temió que se arrepintiese, que lo hiciese por él o que intentase arreglar errores del pasado.

- Como si me hubiesen tirado de la azotea - Bromeó, la voz rota derritió la tensión de la atmósfera -. Pero ha valido la pena.

- Ya lo creo. Lo has hecho bien, definitivamente eres la mujer más fuerte que conozco - La miró, al fin, con las brasas del infierno inscritas en su mirada. La mujer que acunaba al bebé le devolvió la mirada, y él la besó porque ambos lo necesitaban con desesperación. Todos sus miedos se esfumaron, todo salvo...

- ¿Por qué no la coges tú un rato?

- Eh, ¿yo? No sé si... - Pero ella ya le estaba cediendo a la pequeña criatura. Como pudo, la sostuvo entre sus brazos y la observó, sintiendo los latidos de su corazoncito todavía acelerado del viaje que había sufrido - Está bien, yo... Creo que... ¿La estoy cogiendo bien?

La morena rió con cansancio, obviamente divertida por su expresión de pánico.

- Lo estás haciendo bien. ¿Qué te parece?

- Es tan... Pequeñita.

- ¿Cómo querías que fuese? - Se carcajeó de nuevo - Pero crecerá rápido, y con un poco de suerte no se quedará tan canija como su madre.

- Es obvio que se parece a mí, ¿no has visto lo rematadamente guapa que es? - Una sonrisa de orgullo se dibujó en su rostro - Me conformo con que sea la mitad de perfecta que tú.

- Será perfecta del todo - Lo abrazó por detrás, dejando caer los brazos sobre sus hombros y plantando un beso en su coronilla -. Es nuestra niña.

- Es nuestra niña - Repitió él, sin poder creerse que todo hubiese salido bien, que por primera vez no hubiese ningún obstáculo, que todo se limitase a volver a casa con la reina de sus ojos y su nueva, diminuta y hermosa princesita. Que la tierra germina es un hecho. Y si el fruto es fuente de felicidad, se aseguraría de no pedir nada nunca más.

Uno, dos, y ahora tres. La tierra sostiene, la tierra arropa.
La arenisca es el polvo de la montaña más escarpada.

Aunque lo hayas leído de antemano, esto es un regalo para ti.
Gracias, Vic, por darle fuerza a mi inspiración.

Primera parte: Fuego
Segunda parte: Agua

6 comentarios:

  1. Que texto tan hermoso y tan tierno. Conocer por primera vez una nueva vida es un sensación única y extraña, que reconforta y crea felicidad instantánea.
    Un besooo
    Lena

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    1. Gracias, Lena. Se me llenó el alma de ternura, al parecer, y tuve que reflejarlo de algún modo en este texto. Me alegra que te haya gustado, de veras.

      Un frío beso,

      Emily

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  2. Ya te lo dije en su momento, pero... En fin, este texto me transmite infinita ternura. Es... No sé, te dan ganas de achucharlos a todos >//////<
    Un beso resquebrajado,
    C.

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    1. Supongo que cuando hay bebés no puede evitarse la ternura, más si se trata de un ambiente feliz y próspero. A veces dejo que entre la luz en este rincón de oscuridad.

      Un frío beso,

      Emily

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  3. :O Que Grande!! Me ha encantado lo de "Uno, dos y ahora tres".
    Pero sobre todo me gusta como acompañas las imágenes con cada texto y el significado que le vas dando a los versos iniciales y finales.
    Desde luego más bonito no te podría quedar.

    Muchos besitos!

    Angie

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    1. Sabes que se me va el corazón en estos textos, y me alegra que percibas esa combinación de interartes. Gracias por todo, querida.

      Un frío beso,

      Emily

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