viernes, 3 de agosto de 2018

Clic, clic, clic

Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

No era, desde luego, su melodía preferida, pero no podía dejar de escucharla a todas horas. El sonido de las teclas se había convertido en la banda sonora de su día a día y fuese donde fuese permanecía como un vago recuerdo que te persigue hasta en tus sueños.

Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Se había acostumbrado a llevar las uñas cortas, porque tenerlas largas implicaba doblar los golpecitos sobre el teclado y por ahora le parecían suficientes. Cortadas y limadas al ras, con una sencilla capa de brillo y una falsa modestia exterior. Se sentía molesta por lo corriente de esa imagen, por la ausencia de color y de sabor en una vida que ya no se parecía a la suya.

Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Toda la oficina estaba estructurada con endebles paredes móviles formando cubículos que los incomunicaban, dejando un pasillo que daba la vuelta a la sala y permitía el acceso de luz por altas ventanas de aluminio, sin cortes, sin cortinas. Planas, frías, grises, insípidas. Como los muebles. Como el suelo. Como sus jefes. Como ella.

Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Un día más significaba un día menos y viceversa. Las horas corrían en tropel pero jamás supo si hacia delante o hacia atrás. Todavía tenía el sabor del café de la facultad en los labios; sin embargo, apenas lograba recordar los nombres de todos sus compañeros y mucho menos el motivo que la llevo a atarse a la opción segura.

Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic.

Ah, sí. El miedo. El miedo a no ser suficiente para coger su propia vida por los cuernos, el temor a fracasar, el auténtico pánico a ser una decepción para todos, para ella misma. Ese miedo le dijo que su corazón no se había graduado ni la sacaría de la vida de la comida rápida y el agobiante final de mes. Ese miedo escupió en sus sueños y la lanzó al abismo de lo corriente de una patada en el trasero.

Clic, clic, clic, clic, clic.

Y total, ¿para qué? ¿Quién era ahora? ¿Qué había mejor en su vida en ese momento que seis años atrás? Parecía un maldito pingüino, siempre vestida con sobriedad, siempre sonriendo con luz titilante, siempre evitando pensar, no le pagaban para eso. Vivía en un apartamento diminuto, medio vacío, lejos de todos sus amigos, de su familia, del calor y del color... No tenía nada.

Clic, clic, clic.

Frunció el ceño y respiró hondo. A medida que se planteaba levantarse, salir y cerrar de un portazo toda esa basura que el miedo le había vendido, más se atenuaba la rítmica melodía de las teclas y más alto escuchaba su propia voz, su propio valor, un rugido tan intenso que la hizo tiritar en la silla como una hoja a punto de caer. Tenía que acabar con todo eso y volver a ella misma, volver a sus colores, a su laca de uñas, a sus discos ochenteros y a sus aventuras improvisadas.

Clic.

Poniéndose en pie de un salto, se echó el bolso al hombro, recogió todas sus cosas y abandonó el cubículo para siempre. Y que nadie vuelva a entrometerse en su camino.

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