martes, 4 de septiembre de 2018

Sin flores

Todavía ahora, después de tanto tiempo, puede jurar que escuchó su voz. Había sido un día largo, tedioso y duro como la roca más vieja sobre cualquiera de los continentes, pero eso no había turbado un ápice su percepción sensorial, lo cual la lleva a recordar muy de vez en cuando aquel sonido tan tenue, tan profundo, tan tierno y tan desolador.

Así como durante días el tiempo había ido hacia atrás, casi congelado en todos y cada uno de los relojes que estaban a su alcance, la mañana del funeral todo había ocurrido a toda prisa, los recuerdos son ahora un mar de fragmentos inconexos y unas aguas enturbiadas por el dolor, por la ira, por la tinta negra del punto y final.

Había enterrado a dos padres aquella mañana. Uno, el hombre bueno y esperanzado, el pobre diablo que la quiso como a su propia vida, a quien nunca conoció y de quien ahora se despedía. Otro, el padre distante, emocionalmente inepto, pero condenado al fin y al cabo a un sufrimiento que tampoco merecía y que dentro de sus capacidades hizo lo que pudo. Al fin y al cabo, cualquiera se habría vuelto gris de haber vivido la vida que tuvo él. Ambos habían hecho cuanto habían podido, pero nada fue suficiente, o eso sentía mientras observaba el rítmico movimiento de la pala, de la tierra cayendo en ese hoyo infernal. Sin embargo, eso no era del todo cierto: las habían salvado y, ahora, eran libres.

Podía ver las lágrimas, la aflicción en los ojos de su hermana; en fin, todos podían hacerlo. Su cara siempre había sido un cielo despejado, una laguna o la mismísima luna, aquel día nada era distinto, salvo que el cielo estaba perlado, la laguna llena de arena y la luna vistiendo en sus dos caras una sombra muy oscura. Le dolía el dolor de su hermana como no le dolía el de otra persona y ahora sólo quería apartarla de todo aquello y darle un papel en blanco, un nuevo capítulo, un libro entero lejos de la pantomima que estaban interpretando. Al fin y al cabo, sólo ellas sabían que lo que dolía no era enterrar al padre, a los padres, sino todo lo que les habían quitado, mentira tras mentira, y que la verdad les había recordado con un sonoro bofetón.

En las películas, recordó, solía llover cuando enterraban a un ser querido; un azul intenso brillaba y los pájaros cantaban, le molestaban las medias en las piernas porque estaban en mitad del verano y el sol hacía que el sudor corriese por su espalda sin piedad. Un puto asco. Supuso, entonces, que sería la forma irónica con la que el mundo le recordaba que ni era una película ni tendría la suerte de salir de ese maldito pueblo sin cicatrices. Más cicatrices.

El velatorio también fue un show. Con firmeza, soportó las palabras solemnes, las condolencias y, sobre todo, las miradas y los cuchicheos. Ya estaba curtida y no tenía tiempo ni ganas para escuchar lo que esa gente que no sabía nada sobre los difuntos tuviese que decir sobre ella. Creían saberlo todo, ¿a quién querían engañar? A uno ni lo conocían, a otro sólo lo respetaban por su cargo. No los conocían, no sabían nada de los padres, ni de las hijas, ni de la razón por la que todo había ocurrido; tampoco sabían que aquello no era una desgracia o un infortunio, sino el final de una larga, larguísima historia que les pesaba en los hombros desde el mismo día de su nacimiento.

Volvió más tarde al cementerio, sin saber cómo ni por qué los pies la llevaron allí y entró de otro modo, sin flores, sin medias, sin expectativas. Como pudo, se sentó junto a las dos lápidas. ¿Qué se le dice a un padre al que no conociste y a uno con el que nunca supiste comunicarte? Simplemente se quedó allí, descontaminándose de las voces de la gente que horas atrás había abandonado su casa, una casa que jamás fue un hogar, y apartando de sí misma cualquier pensamiento de culpabilidad.

Todavía ahora, después de tanto tiempo, puede jurar que escuchó su voz. No distinguió palabras, no podría decir si fue uno o si fue otro, pero sí sabe que su voz la reconfortó allí, en el silencio del camposanto, el alma de un padre, padre como figura, padre como sombra y padre como recuerdo borroso. No busca darle una explicación lógica, ese tipo de cosas no pueden ni deben ser víctimas de la lógica, sea lo que fuere nunca ha querido darle un nombre. De algún modo, fue como un beso en una herida: no sanó nada, no borró nada, no terminó con el tormento interno, pero le recordó que quedaba mucho por delante y que era pronto para darse por vencida.

4 comentarios:

  1. Quiero más! :/

    Un beso, Aglayade

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    1. ¡Oh, esto no me lo esperaba! Pero quién sabe, siempre puedo continuar en el relato de la semana que viene :3

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