— Como si hubiese estado dormida — Pestañeaba una y otra vez, despacio, amaneciendo, con unos ojos que eran, al mismo tiempo, los de siempre y luces nuevas. La marca se había diluido, pero no el aura, no la energía, no la niebla que la rodeaba —. Sólo sentía paz, estaba aletargada mientras todo ocurría a mi alrededor.
— De acuerdo — La anciana asintió, despacio, sin apartar la mirada de la ventana; en el exterior el vasto bosque azul las resguardaba y nadie las vería si ellas mismas no lo querían. Caminó despacio, buscando respuestas en cada vidriera, pero finalmente volvió a su amplia butaca de orejas, casi un águila de tela y mullido interior, suspiró y la animó a continuar —. Cuéntamelo otra vez, esta vez más despacio.
— Salí de mi cuarto porque oía gritos al otro lado del bosque. Nadie más parecía oírlo, pero los sentía tan cerca que me dolía el corazón — Comenzó la muchacha, confusa, mas no por ello inquieta. Sabía que tarde o temprano debían acostumbrarse a aquellas revelaciones, ellas, las hijas del Umbral —. Corrí hasta que a mi alrededor todo eran árboles, pero no fue suficiente. Encontré el arrollo, los tres claros, el gran árbol hueco...
— Pero no la salida.
— Pero no la salida — Repitió, suspirando —. Los gritos... Cada vez eran más claros. Más intensos. Quería ayudar, de verdad que sí — Sus ojos vacilan, buscando tal vez algún apoyo visual en la mujer que, a pesar de todo, ni la mira. Algo interesante debe haber en el gran libro sobre su mesa, algo que la mantiene obnubilada mientras escucha su relato. Traga en seco —. Mi cuerpo se agotó antes de poder salir. Sé que caí en tierra, sentí la humedad del rocío contra la piel antes del letargo, y... sin embargo... De repente estaba en el agua, flotando... Como si nada pudiese hundirme.
— Háblame del cielo — Pidió, esta vez alzando la vista y sosteniendo su mirada con sus pequeños ojos de cuervo. Las plumas del vestido contrastaban contra la oscura tez de su garganta —. ¿Qué viste en el cielo?
— Había estrellas — Se apresuró a contestar —. Las copas de los árboles son tan altas y tupidas que no puedes ver el cielo, pero... Le juro que yo vi estrellas. Cada vez más. Como si el cielo las estuviese pariendo en ese momento.
Cuando se puso en pie y comenzó a pasear, cavilando, Letea supo que algo no iba bien. No, claro que no, nada iba bien porque nadie se enfrenta de ese modo al Umbral y vive para contarlo. Sus ojos seguían el siseo que producía el lujoso vestido de la mujer al arrastrar por el suelo, si cerrase los ojos podría confundirlo con una serpiente, incluso sabiendo que en ella todo era viento, era un ave rapaz, era el águila que surcaba los cielos sobre sus cabezas. Se detuvo a su lado, sobresaltándola, y su mano de uñas esmaltadas le sujetó el hombro con calidez.
— Sólo ha sido una revelación. No debes inquietarte, no mientras permanezcas junto a nosotras. Aprenderás a controlar tu cuerpo y tu mente, a protegerte, yo misma me encargaré. El sueño es un poderoso enemigo, es hermano de la muerte y se escuda en nuestras necesidades, pero puedes dominarlo. Ahora regresa a tu cuarto, hablaremos pronto. Debo hacer un par de indagaciones.
No tuvo tiempo para replicar, claro que tampoco tenía demasiadas ganas de hacerlo. No había nada más que hacer, al menos por el momento, y lo único que lamentó una y otra vez durante el trayecto hacia los dormitorios fue no haberlo contado todo. En su cuarto, su compañera todavía dormía, inmersa en una esfera cálida, la engañosa tranquilidad del lecho, por lo que se dispuso a hacer lo mismo. Cerró los ojos con miedo y hacía bien en temer, porque en lugar de un manto oscuro, de nuevo, ante ella, un brillante anochecer.
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