martes, 10 de septiembre de 2013

¿Y ahora... qué?

Cuando el sol se puso y sobrevino la oscuridad, la luz se volvió fría y el frío caló sus huesos. ¿De verdad llegaban hasta allí el brillo del sol y la calma de la noche? Eso parecía. Los dioses son caprichosos, pensaba girándose para apoyarse sobre el otro costado. La madera crujió bajo el peso de su cuerpo, y algo de polvo le hizo cerrar los ojos. Tan agradable y reconfortante como siempre.

Parpadeó  y se concentró en un punto fijo en la penumbra, frunciendo los labios, intentando encoger las piernas y abrazarse a sí misma. Como siempre, no pudo y, suspirando, volvió a dejar caer la espalda sobre las irregulares tablas. ¡Qué incomodidad! La próxima vez -pues todavía esperaba que no fuese la última- escogería un sitio mejor y más cómodo, con superficie acolchada y todo. Taconeó con los pies allí donde terminaba el habitáculo, y tarareó con la voz rota su canción favorita. ¿Cuánto iba a tardar aquello? La última vez apenas fueron unas horas, pero ya llevaba allí días y no se sentía peor. ¡Hay que ver! 

Cerró los ojos de nuevo y se relajó. El olor a madera apenas le afectaba después de casi tres días encerrada en el infecto ataúd. Cuando la muerte se hace esperar, no hay quien pueda irse tranquilo. Pero entonces llegó, llegó como una suave brisa de invierno, llegó como un cálido día de verano, haciendo que dejase de sentir los pies, las piernas, las manos, los brazos, la tripa y su rugir, el pecho, el cuello, los hombros, la cara, hasta las puntas del cabello... Y sus ojos se abrieron, y el techo de su dormitorio se impuso sobre ella. ¿Y ahora... qué?

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