domingo, 7 de diciembre de 2014

Ἄνεμος, Vent

La canción se detiene cuando mis hojas se desprenden, agotadas, por el arrullo de la mar embravecida. Esa melodía que me jactaba de escuchar desaparece, y la paz de las tinieblas submarinas y sus asfixiantes lazos de eternidad se convierten en bruscos movimientos de oleaje, de sal. Una mano de agua arranca mi tallo de entre las rocas, y la rosa anclada al fondo es atrapada en un torbellino que me desorienta hasta el infinito. ¿Qué está ocurriendo en este océano de perdición? ¿Qué locura ha poseído a sus aguas para lograr esta agitación? 

A flote, de nuevo en la superficie, el gélido viento que atiza los mares acaricia los pétalos húmedos y reblandecidos de la rosa que un día cayó y descendió a los abismos. Y sin embargo hay algo nuevo en este límite entre el mar y el vasto cielo, y es que puedo ver ante mis ojos sombríos un horizonte, una línea de tierra al alcance de mis arrugados dedos. Contengo todo el aire que queda en mi tallo y en mis hojas, y me pongo en sintonía con la danza que ejecutan el viento y el agua, logrando que, lentamente y en círculos, me acerquen a la orilla de esa isla que ha surgido de la nada en el angosto mar del lamento. 

Al tocar mis hojas la orilla, se arrastra mi cuerpo exhausto sobre la arena, rebozándose en ella, camuflándose, absorbiendo su textura y su color. Una rosa de arena no es más que una rosa asfixiada que sale del agua segundos antes de exhalar su último aliento. El día cae ante mis ojos y, por primera vez después de mucho tiempo, la flor se seca, se expone a la brisa y pierde todo rastro de agua, y ante mí se aparecen las brillantes estrellas que apenas sé nombrar. Al alzarse la luna con todo su esplendor, una presencia me despierta del tranquilo sueño reparador. Una barca, una pequeña barca se arrastra en la orilla, buscando alejarse del mar. Tal vez...

La barca se detiene junto a una botella que contiene una nota en blanco, y torpemente me arrastro hasta ella. Me encuentra. Algo me dice que me ha visto, y mi corazón de rosa marchita da un brinco de alegría. 

Tal vez, si pudiese verme, podríamos olvidar la soledad en la que nos asfixiamos. Duermo junto a la barca, tendida sobre la arena, secando mis hojas, mis pétalos, las espinas tan rudas que el mar me forjó, y siento un calor que ya no reconozco. Despierto cuando el sol está en lo más alto, pero en esa playa ya no hay ni una barca, ni una rosa: sólo dos pares de ojos mirándose, extrañados, huyendo de la locura que fue el viaje desde la caída hasta la isla.

Esos ojos que observan a la rosa que dejó de ser flor pertenecen a un hombre que fue navío. Y, a la deriva, se sostienen la mirada.




Emily Broken Rose
Prochaine? Chispas

No hay comentarios:

Publicar un comentario