lunes, 10 de septiembre de 2018

Sesenta años

No podía creerlo, simplemente era imposible. Había acudido allí, como todos, para demostrar cuánto había aprendido desde que su camino se apartó del de su maestro; ahora estaba sobre el escenario, sí, pero los motivos por los que atraía las miradas no tenían nada que ver con su talento.

El maestro siempre la había mirado con los oscuros ojos entrecerrados y una gran sonrisa, amable de cara a la luz del sol, sabia y astuta en las sombras de la noche. Sin embargo, Mae nunca se había parado a pensar en esa sonrisa, en todo el trasfondo que podría tener y en los enigmas ocultos en los pliegues de su piel anciana; se había dedicado a vivir su vida y a aprovechar todas las oportunidades de un feliz pero no por ello sencillo viaje.

Tragó en seco cuando le repitieron, por tercera vez, una realidad de la que no podría deshacerse nunca.

— Eres tú, Mae. Tú iniciaste el sueño.

— Pero... ¿cómo...? — Balbuceó, la voz atorada en la garganta y el corazón amenazando con salir.

— Nunca llegaste al final de tu viaje, algo te lo impidió y entraste en el mecanismo del sueño para evitar la guadaña de la muerte — Aunque no conseguía enfocar a nadie, habría distinguido la dulzura de Iskander en cualquier lugar —. Tu sueño te trajo aquí y nos trajo a todos nosotros, Mae.

— Pero... — La elocuencia seguía sin estar de su parte.

— Eres la hija del sueño, Mae — Al fin, de entre los labios curvados del anciano maestro salió lo que tanto miedo le daba descubrir —. Nos has reunido a todos en el Plano Tercero.

— Pero... No... Maestro, yo no... No quería, yo... — Abría y cerraba la boca pero no conseguía encontrar frases coherentes para explicar que ni siquiera recordaba haber hecho todo eso, que no recordaba haberlo activado y que, para ella, era tan real como para todos.

— Hacía sesenta años que el sueño no besaba a nadie — Iskander, de nuevo, sólo que esta vez se acercó y le ofreció su brazo al maestro —. Es un milagro, Mae, un milagro — Entonces, con los ojos llenos de luz azul, el chico se arrodilló frente a ella, abrazó sus rodillas, besó sus manos, como si fuese una diosa añeja, una estatua templaria, una reliquia en un bosque encantado —. Gracias por soñarnos. Gracias por traernos contigo. Gracias por salvarnos.

En los días venideros Mae asumió su nuevo papel. Ella, en su inconsciencia, sumida en un poder que desconocía pero que sin duda nacía de su mente, de su alma, había creado ese mundo y había traído con ella a todas las personas con las que había compartido algún tipo de sueño. Ahora, lo sabía, sería diosa, reina, ídolo, el sueño cumplido y a la vez ansiado del nuevo Plano Tercero. Ahora, lo sabía, podía mover las estrellas con la fuerza de los sesenta años sin besos.

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