viernes, 22 de agosto de 2014

Esclavo del viento

Sus ojos tenían el color de las ardientes brasas del mismísimo infierno. Del mismo modo, contenían las llamas del sol del ocaso, el brillo de los cristales rotos bajo la luz de la luna y el peligro de un lobo hambriento cerca de un corral descuidado. Le gustaba vislumbrar la ciudad con sus rasgados ojos de pérfido felino desde la gran ventana de su torreón, y desde su cama vacía soñaba con tener a sus pies a todos y cada uno de los estúpidos seres que vivían allí. Solía quedarse en cama hasta altas horas de la mañana, casi rozando el mediodía, y dejaba que su cuerpo desnudo revolviese las sábanas mientras su imaginación daba rienda suelta a los pensamientos más retorcidos.

A veces, sonreía al Lucero del Alba cuando lo veía salir, y su sonrisa no tenía nada que ver con sus ojos. Sus dientes blancos, perfectamente alineados y débilmente afilados recordaban a un vasto prado conquistado por níveos tulipanes, por margaritas o por dientes de león. Una sola risa y la estancia en la que estuviese dejaría de necesitar cualquier tipo de iluminación. Además, esa perfecta dentadura estaba delimitada por unos carnosos labios diseñados para besar, que al tensarse en risueño gesto henchían los pómulos y los párpados inferiores, hacían de sus orbes rendijas de brillo sobrenatural y disfrazaban todo su ser de la más veraz inocencia. La mentira que mejor se le daba.


Algunos decían que carecía de sentimientos, pero no era así. Sentía odio hacia la soledad que le había tocado vivir por nacer distinto, sentía rabia hacia las limitaciones y hacia las reglas impuestas, sentía auténtico dolor al ansiar una libertad que le aseguraban que no existía... Y sus terribles ojos derramaban lágrimas de cristal nocturno. 

Otros decían que carecía de deseos verdaderos, pero tampoco era cierto. Tenía deseos profundos y deseos superficiales, comprendía cosas que a otros les resultaban incomprensibles, aprendía rápido y sabía a ciencia cierta que su destino era grande, brillante e innegable como el mismísimo cielo. Y saber eso le sacaba siempre una carcajada de orgullo.

Lee Taemin
Cuando no podía más, cuando todos esos sentimientos que él creía únicos e irremediables se arremolinaban entre su torso fibroso y su espalda todavía en formación, abría la ventana de su gran torreón, desplegaba sus membranosas alas negras de dragón y saltaba sin pensárselo dos veces. Si había algo que realmente le gustaba, eso era volar. Que todos sus sentidos quedasen atontados por el aire que lo atacaba a velocidades exorbitantes, que se le helasen los carrillos, la garganta y hasta la punta de la nariz, que todo su ser danzase al ritmo impuesto por las ráfagas de aire que hacían canturrear su alma. Si la palabra felicidad significaba algo realmente, cuando volaba era realmente feliz.

Y así pasaban los días desde que había nacido, marcado por el estigma del que es distinto, habitando el solitario torreón de hueso y flecha, danzando en la brisa y soñando en la noche. Pero nada era suficiente para aquel joven espíritu, porque lo que él quería llegaba más lejos de lo que cualquiera hubiese querido jamás. Para conseguirlo, debía poner a la Reina Caléndula de su lado, y lo haría a cualquier precio. Lo juró sobre aquella cadena que ella misma le había puesto al cuello, y abandonó su torre camino de la sala inquebrantable.

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