domingo, 8 de marzo de 2015

Sin despedirse

Las luces titilantes de la sala iluminaban la minúscula vivienda, dejando sombras en la cocina y alguna que otra en la puerta entreabierta del lavabo. Sobre la mesa, una mochila llena de cosas. Alrededor de esta, muebles vacíos y paredes descoloridas por el paso de los años. 

Se asomó a la ventana. Las estrellas iluminaban el firmamento mientras la aldea dormía, y suspiró apesarada, con la mente puesta en la decisión tomada. Toda su vida había estado allí. Sus amigos estaban allí. Sus maestros. Sus vecinos. Todos cuantos le importaban, todos por los que daría su vida... salvo aquellas con quienes compartía sangre y material genético. Hermanas, ¿eh? Llevaba años sin verlas, sin saber si seguían con vida. Su padre había escapado de aquella casa de locos anticuados y tradicionalistas para dar a su primogénita una vida mejor, aunque aquello supusiera dejar a sus otras tres hijas junto a su madre en las garras de los cuervos que les devoraban las entrañas. 

- El cambio - Solía señalar -. Hija mía, luchamos por el cambio. Tienes que estar preparada, porque algún día tendrás que volver. Perderás mucho, sufrirás, pero debes afrontarlo hasta alcanzar nuestro objetivo. Cambia el destino de tus hermanas, cambia tu futuro, y no necesitarás a tu viejo padre.


Desvió la mirada hacia la colorida maraña de edificios donde estaban las oficinas del jefe de la aldea. Sonrió. Admiraba a aquella mujer más que a ninguna otra, por su fuerza, por sobresalir en un mundo de hombres y por haberse ganado el respeto que merecía. Su sonrisa se borró al recordar que el hogar al que volvía consideraba a las mujeres carnaza, o moneda de cambio, o juguete sexual, o adorno. Una mano invisible apresó su esófago, y contuvo las lágrimas que luchaban por salir. Si tan sólo ellos supiesen...

No, no quería pensar en ellos ahora. No quería pensar en sus dos mejores amigos, no quería pensar en su maestro. Pero sobre todo quería evitar recordar que a pesar de la profunda amistad que se profesaban entre ellos nadie había notado que detrás de su sonrisa y sus ojos brillantes había oscuridad, y que en las últimas semanas, con la muerte de su padre, las sombras se habían acentuado. En fin, ella siempre había estado ahí para ellos, siempre procurando servirles de apoyo, animándolos, sacándolos de sus respectivos problemas... ¿Es tanto pedir un poco de preocupación? La mediocridad, supuso, se lleva por bandera sin orgullo y en silencio. Sí, sería eso. Pero dolía que no se hubiesen preocupado por saber de ella, de su vida o de sus miedos. De nuevo, suspiró, con las pupilas absortas en las nubes etéreas que apenas cubrían la luz de la luna. Ya daba todo igual.

Cerró la mochila, se la echó al hombro, apagó la luz y abandonó la estancia para siempre. Las calles estaban vacías, como ella. Entre los edificios se respiraba miedo, un miedo que emanaba de su pobre corazón. Se despidió con una sonrisa de los guardias que custodiaban la entrada a la aldea y envuelta en el aroma salvaje del bosque emprendió su camino. Nadie volvería a saber de ella, nadie preguntaría. Como siempre, el silencio la acompañaría incluso en su despedida. 

4 comentarios:

  1. Sobrecogedor. Me ha encantado el fragmento querida Emily, esa forma de expresar un alma rota me ha conquistado totalmente.

    Un beso con sabor a pera,
    Vanclaise.

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    1. Muchísimas gracias, querida Vanclaise, me alegra que te haya gustado.

      Un frío beso,

      Emily

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  2. La despedida es algo realmente duro. Abandonar todo lo que quieres y te importa atras... Es como si nos arrancaran un trocito de nosotros mismos.
    Un beso
    Lena

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    1. Lena, siempre consigues coincidir con la idea fundamental del texto. Gracias por pasarte de nuevo y demostrarme que nos entendemos.

      Un frío beso,

      Emily

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