Nadie recordaba la ciudad de Dendrya antes de que se convirtiese en aquel inmenso océano de luz y acero. Sus dimensiones eran tales que la vista no alcanzaba a ver territorio no edificado, como si fuese una mole dotada de vida se había expandido en todas las direcciones, pero allí arriba todavía no había demasiado construido y no era de extrañar, dado que la Corporación Bastión llevaba décadas estando, literal y metafóricamente, un peldaño por encima del resto.
Sienna observó las luces de la ciudad, siempre parpadeando en todos los colores y grabando el neón en sus pupilas. Hacía mucho que no volvía a casa de su hermana. Savanah, su única familia, y de algún modo se sentía débil, las ganas de abandonarlo todo y reconfortarse en aquel ambiente cosquilleaban bajo su piel. No obstante, el destino es un dios travieso y había enredado las cosas de tal modo que ni en casa podía olvidar quién había elegido ser. Se giró para observar de reojo a Erika, sentada en el sofá junto a Savanah, charlando amigablemente con una taza de té. Su hermana siempre había estado hecha de otra pasta, por eso le sorprendió mucho cuando contrajo matrimonio con el presidente de Corporación Bastión, un hombre poderoso, muy joven, que había conseguido tener a todo el mundo comiendo de su mano con tan sólo descifrar un código. Diana había contratado los servicios de la empresa para todo el sistema que utilizaban en sus naves y oficinas, porque el trabajo que hacían en aquel castillo en el cielo era simplemente invencible. Por desgracia, Sienna había estado lejos cuando tuvo lugar aquello, pero le habría encantado ver a sus superiores agachando la cabeza ante aquel crío que le dio la vuelta al mundo.
Sin embargo, eso había sido mucho tiempo atrás. La Corporación, haciendo honor a su nombre, funcionaba desde una inmensa nave ingrávida situada sobre la ciudad, entre las nubes, en un suave movimiento constante apenas perceptible. Los trabajadores iban y venían cada día a través de naves y transportadores, todos salvo el presidente y su familia, que vivían en la parte alta del bastión. Y es que cuando ella supo de las negociaciones de Diana con Bastión, le habían hablado de un chico soberbio, orgulloso y perspicaz, pero cuando había conocido a Cyril a través de su hermana le pareció no sólo que era encantador, sino que sabía muy bien cómo jugar sus cartas. Al fin, el susodicho apareció, saliendo de un corredor que sabía que conducía a los dormitorios. En sus brazos, su pequeña y somnolienta sobrina, recién levantada de la siesta.
─ ¡Tía Sienna! ─ Antes de que pudiese verlo siquiera, su sobrino salió corriendo hacia ella, así que lo tomó en brazos para hacerlo girar y reír.
─ ¿Pero quién es este niño tan mayor?
─ ¿Has traído la nave? ¿La has traído? ─ Sus ojitos brillaban con la intensidad de las miles de estrellas que estaba acostumbrada a ver para dormirse. Le revolvió el pelo antes de dejarlo en el suelo, acuclillándose frente a él.
─ Por supuesto, luego podrás venir a verla ─ Al ver a su cuñado acercarse, decidió ponerse en pie de nuevo e inevitablemente su semblante se ensombreció. A pesar de la felicidad que se respiraba en aquella casa, el tema que tenían entre manos era, cuanto menos, inquietante.
Abandonaron las estancias de la casa charlando de todo y de nada, poniéndose al día, pero estaba claro que ambos sentían el mismo mal presagio. Nada más llegar, Dioscuria había sido puesta en cuarentena para examinar el extraño fenómeno del lagarto, ella había relatado todo lo sucedido y para su sorpresa nadie se inmutó.
─ Hemos intentado eliminar el parásito del sistema ─ Comenzó Cyril, sin dejar de caminar hacia su despacho ─, pero es resistente. Su origen es desconocido, nada de esto tiene ningún sentido y por mucho que cambiamos las piezas afectadas de tu nave todo vuelve a convertirse en madera.
─ Este no es el tipo de enigmas que me gustan, si pierdo a Dioscuria habré perdido años de trabajo ─ Se quejó la comandante, cruzando los brazos sobre el pecho ─. ¿Qué hay del lagarto?
─ Francamente, no sé qué hacer con él, no soy geólogo, pero tampoco creo que un geólogo pudiese ayudarnos. Hay otra cosa que debes saber ─ La miró de soslayo justo antes de que las puertas de su despacho se abriesen automáticamente, recibiéndolos. El hombre se acercó a una mesa que marcaba el centro de la sala, con diversos paneles y pantallas en su superficie. Tras teclear un par de códigos, una pequeña compuerta se abrió y una urna de cristal apareció ante sus ojos: el lagarto de piedra, rodeado por sus llamas rosas, parecía no poder atravesar el cristal, cosa que Sienna agradeció ─. Parece que el cristal no puede convertirlo en madera, así que por ahora dejémoslo ahí. No quiero que mi casa se convierta en una cabaña, entre otras cosas porque nos la daríamos contra el suelo.
─ ¿Qué es lo que debo saber? ─ Cortante, Sienna insistió en retomar la intrigante frase del presidente, quien suspiró antes de teclear un nuevo código. Otra urna ascendió junto a la primera, en ella pudo ver, estupefacta, una especie de escultura de roca, semejante a la que Erika y ella habían encontrado, salvo por dos diferencias: en esta ocasión se trataba de una libélula y en lugar de incendiar el espacio a su alrededor parecía soltar un líquido violáceo. Parpadeó, perpleja, sin poder apartar la mirada ─ ¿Cómo…? ¿Qué…?
─ Exactamente igual que tú. Otra nave, Hécate, sufrió un incidente y volvió a la nave central. Me llamaron de urgencia para que me la llevase, porque, verás… ─ De un cajón, sacó lo que Sienna pudo identificar como cables de cobre, los introdujo en un compartimento en la tapa de la urna y sólo cuando este se cerró los cables aparecieron dentro. Al contacto con esa segregación, los cables se diluyeron y en seguida se convirtieron en finas tiras de papel ─ Este amiguito convierte el cobre, el estaño y otros materiales en papel.
─ Me va a explotar la cabeza ─ Sienna se llevó las manos a la cabeza, agotada, suspiró antes de echarse a pasear por la estancia ─. ¿Tienes alguna idea de qué puede significar todo esto?
─ Sólo una y me la dio tu hermana ─ Encogiéndose de hombros, sonrió de medio lado. Si estaba tan desesperado o preocupado como ella por encontrar una respuesta, desde luego no lo demostraba ─. Ella cree que son ídolos.
─ ¿Ídolos? ─ Sienna frunció el ceño, escéptica. Sin pedir permiso, se acomodó en una silla frente a la mesa de despacho, junto a la ventana; Cyril no tardó en hacer lo mismo.
─ Sí, ídolos. Esculturas misteriosas con poderes extraños que no podemos controlar ─ Se rió suavemente, sin un ápice de burla ─. Dice que es como si los antiguos dioses quisieran vengarse de todo lo que hemos hecho.
─ Mi hermana siempre dice ese tipo de cosas, pero, Cyril, en serio, ¿ídolos? ¿Qué vendrá luego? ¿Una inundación? ¿Un cataclismo? ¿El Mesías? ─ No podía evitar sonar escéptica al hablar de todo aquello, no creía en ninguna de aquellas cosas, no quería creer en nada que no pudiese ver o sentir. Lo que no podía negar era lo que había visto, lo ilógico e incoherente de todo aquel asunto.
─ Yo tampoco creo en nada de eso. Somos científicos, hace siglos que nadie habla de dioses ─ Puso los ojos en blanco ─. Pero la ciencia no está respondiendo. Se queda como tú y como yo, en silencio, temerosa y cobarde. Y sin embargo, estos… idolillos, o esculturas, o como quieras llamarlos, siguen haciendo cosas que no podemos explicar y atacando a nuestra realidad, como dice Savanah, porque están enfadados.
En silencio, Sienna repasó uno a uno los momentos vividos desde que recogieron la muestra hasta que se sentó en la silla de aquel amplio despacho. Por más vueltas que le daba no lograba darle una explicación, no tenía sentido para ella, no quería mandar al traste su concepción del mundo por un irónico giro argumental del destino. Resignada, tras un rato de silencio preguntó:
─ ¿Y qué demonios vamos a hacer?
─ ¿Llamar a un exorcista? ─ Bromeó, pero Sienna ni siquiera sonrió ─ Primero intentaré salvar tu nave. Ahora que sabemos que contra el cristal no pueden hacer nada intentaremos reparar lo que podamos. En cuanto al software… Veré lo que puedo hacer. Mientras tanto, deberías avisar a tus jefes de que vas a pasar unas vacaciones en casa.
─ No pienso quedarme aquí de brazos cruzados ─ Protestó, con una ceja arqueada.
─ No estarás aquí de brazos cruzados, pero si vamos a resolver esto tendrás que ayudarme ─ Sonrió de forma arrogante, tan sólo por pincharla ─. Además, todos te hemos echado de menos y no te morirás por volver a la vida terrestre unos días, ¿no?
Resoplando, Sienna se puso en pie y, sin pedir permiso, cogió el comunicador que tenía frente a ella, en la mesa.
─ ¿Qué narices les voy a decir?
─ Diles la verdad, que nos invaden los dioses ─ A veces odiaba cuando se ponía tan sarcástico, pero decidió no decir nada. En cuanto alguien contestó al otro lado del teléfono, se aclaró la voz y habló con solemnidad:
─ Soy Sienna, comandante de la nave Dioscuria. Tenemos un problema que la ciencia no puede resolver.
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