lunes, 30 de enero de 2012

Música enfrascada

Si había podido entrar había sido gracias a que el sacristán había dejado la puerta entreabierta. Y, a pesar de haberse perdido varias veces, pues la mansión de los Van Dort era enorme y enrevesada, además de oscura, siniestra y terrorífica. Normalmente, Héctor era un muchacho educado y obediente, a sus once años de edad ayudaba a su padre en el oficio de luthier, puliendo los más dulces violines de toda Hungría. Sin embargo, su pequeño corazón había amenazado con estallar si no se colaba en aquel lugar.

Pocos minutos después de esquivar al mayordomo y ocultarse de la aguileña mirada de la ama de llaves, unas notas llegaron a sus oídos. Pudo reconocer Moonlight sonata, del maestro Ludwig Van Beethoven, tocado por manos finas en un piano maestro. Allí debía ser.

Imara Van Dort y él se habían cruzado tantas veces en el pueblo, que nadie las contaría-Héctor anotaba unas 3047 a lo largo del tramo de su vida desde que aprendió a contar hasta el presente- a no ser que tuviese un buen motivo. A sus nueve años, la hermosa heredera de los Van Dort era conocida en toda la nación como una espléndida artista, cualquier instrumento en sus manos abría las puertas del cielo, permitiendo oír el aplauso de miles y miles de ángeles, llorosos, asombrados porque se ha escapado uno de ellos y ha caído en las exóticas tierras húngaras. Héctor la había oído probar los violonccellos en el local de su padre, y a él mismo se le habían caído las lágrimas.

La sala de donde procedía el sonido tenía la puerta abierta, pudo ver la silueta del piano de ébano, cuya silueta se recortaba contra la luz del ventanal. A diferencia del resto de la casa, aquella estancia parecía iluminada por un sol propio. Allí estaba ella, sus rizos de oro, sus vestidos flamantes, los pies no le llegaban al suelo y tenía que estirarse para alcanzar el pedal. La música entraba por los oídos y depositaba miel en sus labios, lágrimas en sus ojos y melancolía en su joven corazón. Con valor, se acercó casi al final de la pieza, sus manos temblaban, su voz no quería salir... Sus ojos no quisieron creer lo que allí ocurrió. La figura de la pequeña no era más que una ilusión, un cúmulo de esporas luminosas que parecían ser ella. La habitación no era menos tenebrosa que el resto de la casa, incluso puede que más, las cortinas y alfombras estaban calcinadas, las paredes carbonizadas mostraban los rastros de la lucha. Ahora lo recordaba todo...

Era Noviembre del 1945, había regresado a casa después de tantos años exiliado en Francia con su familia, después de que la II Guerra Mundial corrompiese el corazón de los hombres del siglo XX. Imara Van Dort pertenecía a una de las familias que los alemanes se habían llevado aquella misma tarde en que el pequeño Héctor se había escabullido al interior de la casa para ver cómo un despiadado hombre escuchaba la magnífica obra de Beethoven hasta el final y, en la última nota, apretaba el gatillo. El piano aún estaba ensangrentado y, por alguna razón, la música seguía sonando.



2 comentarios:

  1. ¿Qué dije sobre el BANG final? No lo retiro T^T Está genial <33 (Y aún no he terminado de escuchar la canción, así que sigue ahí, ambientando). Oh, dios mío, pobre Héctor, pobre hombre, pobre niña TT^TT OH DIOS MÍO TT^TT No, Ana, debes ser fuerte T^T
    Jo, si es que me encanta como escribes <3 Tienes... el don *-* Sigue así :')

    Besos de la llorica Ana<33

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Como siempre, estoy feliz de que te haya gustado, esta sí es una entrada triste.
      ¿De verdad crees que tengo el don? En ese caso, trataré de no defraudarte nunca. :)

      Eliminar