martes, 22 de diciembre de 2015

Rosas de invierno

La pálida luz del sol fue iluminando su dormitorio lenta pero inexorablemente, en silencio, sin más acompañamiento que su pecho subiendo y bajando de forma tranquila mientras respiraba. En el exterior, la nieve caía una vez más, tiñendo las montañas de blanco, ocultando la tierra y el césped bajo la pureza del cielo, cristalizando los bosques y la imponente mansión en la que Melia había vivido desde el momento en que nació. Y con vivir se refería a que jamás había salido de entre aquellos muros, porque su enfermedad no se lo permitía y porque su familia tenía miedo de que salir fuese suficiente para matarla y acabar con su sufrimiento.

Suspiró profundamente y se incorporó hasta sentarse con la espalda apoyada contra el cabecero de su gran cama. El dosel estaba cerrado, por lo que una mínima parte de luz llegaba hasta ella, lo suficiente como para distinguir su blanco natural y el de la tela de su camisón de las propias sábanas. Adoraba aquel color, en ella, en la ropa, en los muebles y en las paredes, y por supuesto en el paisaje; amaba el invierno, pero jamás había podido disfrutar de él, porque él podría matarla fácilmente. Oh, aquello sonaba siempre tan triste que solía despertar la compasión de cuantos iban a visitar a la familia, les ponía los ojos brillantes y seguramente les hacía pensar en ella como en una carga, en un castigo divino e incluso en una maldición. La única hija de los Schwarzschild no podría casarse, ni sería una buena paridera, ni haría nada salvo reposar entre los muros de su queridísimo hogar. Necios. Ellos no sabían nada.


La puerta se abrió y su doncella entró en la estancia, la saludó con alegría y procedió a abrir todas las cortinas y ventanas, dejando que se oyese el débil cántico de los pájaros que se resistían a huir del frío del mes de diciembre. Despacio, descolgó los pies para bajarse de la cama, a sus dieciséis años de edad Melia apenas alcanzaba el metro cincuenta, y estaba tan delgaducha siempre que parecía no superar los doce. Eso la acomplejaba un poco pero, en fin, como padre solía decir los pájaros más pequeños son los que entonan mejor. Sonrió. Iba a ser un gran día en la mansión.

Con uno de sus vestidos bien ajustados, bajó las escaleras de los tres pisos que la separaban del comedor, de donde procedía un delicioso aroma a café recién hecho, a leche con miel y a pan tostado. Allí, frente a la gran mesa, el mayordomo jefe distribuía sendas bandejas y fuentes, aun habiendo solamente dos servicios en la mesa. Melia arqueó las cejas, extrañada.

- Sebastian, ¿esperamos a alguien?

- Su hermano, señorita. El señorito Ares regresa a casa hoy mismo.

Y casi como si Sebastian tuviese el poder de la invocación, en seguida sonó el timbre, y Melia echó a correr en dirección a la puerta principal. Ares, ¡Ares! Su queridísimo hermano mayor había regresado al fin. La puerta se cerró en cuanto su hermano puso los pies, la esbelta figura, los ojos negros y el aura oscura. Ares hincó una rodilla y la apoyó en polvorosa, extendió los brazos hacia ella y le sonrió como sólo él sabía hacerlo. Corrió para darle un gran abrazo de oso, corrió para aferrarse con fuerza a su hermano, que llevaba meses lejos de casa, al otro lado del continente.

- Feliz Navidad, Melia - Susurró con su voz amable.

- Feliz Navidad, hermano.

♦ ♦ ♦

- ¿Es para mí? - Emocionada, la muchacha de grandes ojos grises tomó el gran regalo que su hermano le tendía, envuelto en una elegante caja dorada y con un enorme lazo rojo a modo de cierre - No tenías por qué molestarte, de verdad.

- Vamos, Mel, es Navidad. No podía dejar a mi hermanita sin regalo.

Melia cogió entre sus manos el increíble vestido que Ares le había traído; se trataba de uno de aquellos vestidos que sólo había visto llevar a las princesas y damas de sus libros, con cientos de retales y detalles, de un impecable color plata a juego con unos finos zapatos que podrían parecer del más puro cristal.

- Oh, hermano - Una vez más se lanzó a abrazarlo, realmente agradecida, pues sólo él le traía cosas de los lugares que tan a menudo visitaba a sabiendas de que no se sentiría triste por su encierro, sino que se regocijaría en que la recordase estuviese donde estuviese. Besó sus mejillas y el muchacho la besó igualmente, porque bien sabía que desde que madre había muerto nadie la besaba con la dulzura que necesitaba. Entonces le sonrió, con las narices rozándose, y murmuró:

- ¿Por qué no te lo pruebas? Quiero ver cómo te queda.

Melia y su doncella se dirigieron a la parte posterior del biombo, y mientras la joven sirvienta la despojaba de sus ropas, la chiquilla de cabellos relucientes sonreía sin cesar. Su hermano era un ángel y ella lo sabía, su ángel particular, que siempre la salvaba de esa compasión putrefacta, de ese miedo y esa culpabilidad que todo el mundo parecía querer insuflarle a su corazón cansado. Oh, y ella sin un regalo para él.

- ¡Ares! - Su voz fue casi un grito asustado - ¡Yo no tengo un regalo para ti!

Y Ares, que permanecía sentado sobre la cama de su hermana, sonrió, cabizbajo, y respondió con voz tenue:

- Será suficiente para mí que me dediques el día de hoy.


- ¿Estás seguro? - Con paso seguro sobre sus pies descalzos, Melia salió de detrás del biombo, con los brazos en jarras. Ares pestañeó varias veces, incrédulo, e incluso se vio obligado a levantarse. Definitivamente, aquel vestido le iba perfecto, tan perfecto que el corazón se le puso en la garganta - ¿Y bien?

- Eh... Sí, no te preocupes por nada. Ven aquí, deja que te vea bien.

Avanzó unos pasos y dejó que él diese unas cuantas vueltas a su alrededor. Parecía un hada de cristal, un soplo de argéntea lluvia, una ninfa de las aguas plateadas del río en el que se refleja la luna.

- ¡Dime algo! - Se sonrieron.

- Estás preciosa - Sin que Melia pudiese preverlo, Ares la cogió en volandas, haciéndola reír entre sus brazos a cada vuelta que daban, jugando, mirándose. Ares y Melia se querían de verdad, porque la enfermedad de la joven nunca había sido una traba o un obstáculo, simplemente desaparecía en el profundo océano de su felicidad.

El muchacho la observó con un brillo misterioso grabado en las pupilas. Oh, ahora sabía tantas cosas, tantas maravillas que el mundo le había enseñado y que su hermana ansiaba saber que no sabía por dónde comenzar. Bien, quizá sí lo supiese. La sentó a los pies de la cama e hizo una genuflexión frente a ella, cogió los zapatos y procedió a calzarla como el siervo que calzó a la princesa del zapatito de cristal. Una princesa. Una muñeca. Una delicada rosa cristalizada. No, se dijo, ella es mucho más y muy pronto lo sabrá.

♦ ♦ ♦

Melia se detuvo ante la puerta principal que su hermano había abierto de par en par y en cuyo umbral observaba la noche devorando el día. Allí el invierno era tan frío y poderoso que apagaba hasta el ardiente beso del atardecer, lo ennegrecía y le daba la hermosura del hielo compacto. El gélido viento soplaba hacia el interior de la casa, helando su rostro y sus manos de porcelana, pero encantándola de los pies a la cabeza.

- Hermano...

- Melia, no debes dejar que te alejen de tus sueños - Y su voz fue un susurro desgarrado con verdadero sabor de antaño; su mano extendida parecía la negra garra del destino incierto tentándola a correr como una loca hacia el umbral de la vida y la muerte -, Ya te han asfixiado bastante.

- No, estoy bien. Soy feliz aquí, con padre, contigo...

- ¿Acaso no quieres sentir la nieve?

Tragó saliva antes de tomar la mano que se le ofrecía tan amablemente, y muy decidida caminó hacia el perfecto invierno perlado que llevaba toda su vida invitándola a morir.

Juntos, caminaron por el prado oculto bajo la nevada, se sentaron y finalmente se dejaron caer sobre el frío más absoluto. El corazón de Melia latía fuerte contra el pecho, y en silencio contemplaba cada elemento, respiraba el frío y se sentía más viva que nunca. Ares extendió la mano para acariciar su mejilla helada, sus labios, que lentamente se blanqueaban, su mentón y su garganta. Ah, su garganta... Apartó la mirada. ¿En qué tipo de criatura se había convertido, mirando a su pequeña hermana como si fuese una mujer?

- Ares.

- ¿Mmm? - Sin quererlo, apretó la mandíbula al escuchar su nombre de pila. Era la primera vez que Melia se dirigía a él de aquel modo.

- Papá no va a volver, ¿verdad? - Tras meditarlo unos segundos, negó con la cabeza y le dedicó una triste mirada de soslayo - Supongo que está bien así. Anoche recé por él, así que creo que no estará intranquilo. ¿Estará con mamá? Espero que sí.

- Mel...

- No digas nada, creo que ya lo sé - El de los oscuros orbes se incorporó, apoyándose sobre los codos, y observó la relajada figura de la joven, con los ojos cerrados, una sonrisa en los labios y cada vez menos aspecto de chiquilla enferma -. Lo soñé anoche.

Mordiéndose el labio inferior, él se irguió, sentándose con expresión perpleja y actitud estupefacta. ¿Cómo era posible aquello? ¿Acaso ella sabía...? No, no. Melia abrió los ojos y le dedicó una sonrisa terriblemente brillante, tanto como la nieve que coronaba las copas de los árboles que los rodeaban, salpicando la llanura que eran sus tierras con hermosa vegetación ornamental. Ares contuvo la respiración unos segundos.

- Melia, ¿qué es lo que has soñado exactamente?

La chica se sentó, cogiendo nieve entre sus manos y moldeando una bola perfecta y redondeada con sus largos dedos. De repente, la luz lo iluminaba todo, la noche y el día se habían fundido en un beso invernal que celebraba que al fin hubiese salido de su encierro, y no podía haberse sentido más feliz. A pesar de la muerte de su padre. A pesar de lo que su hermano querido iba a hacer. A pesar de lo que estaba a punto de ocurrir.

- Escuché una voz. La voz de mamá - Guardó silencio unos segundos antes de continuar -. Y me dijo que no tengo que tener miedo. ¿Por qué iba a tener miedo de ti? Confío plenamente en tu juicio.

- Pero Mel...

Melia gateó hasta él, se sentó en su regazo y tomó el rostro de su hermano entre sus manos frías para darle un casto beso en los labios que hizo que el cuerpo de aquel se tensase. Sin apartarse de su boca, sonrió y le regaló aquel último murmullo.

- Unos minutos de angustia y nada volverá a hacerme enfermar. Feliz Navidad, hermano.

- Feliz Navidad, Melia.

Ares la besó con intensidad, deslizando sus dedos entre los cabellos de su hermana para deshacer su recogido; nadie besaría nunca a su hermana, todos temían a su enfermedad, todos le habían puesto la cruz de apestada desde el momento mismo de su nacimiento. Pero él sabía la verdad. Se había ido lejos a estudiar medicina en las mejores universidades del mundo y en seguida comprendió que lo que todos querían achacar a su salud no tenía nada que ver con su cuerpo. Su hermana, en realidad, no era su hermana. Su hermana era hija de la nieve, del bosque, del agua y las montañas. Una bendición. Y cuando lo comprendió siguió buscando, estudiando, recorriendo el mundo en busca de respuestas que le permitiesen liberarla del yugo de la ignorante humanidad. Melia debía morir a manos de un monstruo de las fraguas, y como no iba a entregársela a las entrañas de la tierra él mismo se convirtió en uno. Toda su vida la había dedicado a ella, su pequeño ángel, su rosa de invierno, y al fin resolvía la angustia vital de alguien que jamás había sabido por qué el sol la iluminaría únicamente a través de un cristal.

Con un esfuerzo titánico, dejó de besarla de aquel modo tan húmedo y palpitante que había provocado el sonrojo en las mejillas de la chica, retiró las manos de debajo de sus faldas y corsé, y mientras ella respiraba irregularmente cerró los ojos, besó su cuello y le hincó los colmillos hasta que la sangre salió a borbotones, hasta que el corazón dejó de latir contra su lengua viperina. La muerte les haría libres y la sangre, néctar de una vida nunca disfrutada por la joven Melia, dibujó en la nieve una rosa de invierno que marcaría el inicio de una vida inmortal. Y ese sería el mejor regalo que ambos podrían haber pedido a los cielos.

A todos los corazones, almas y espíritus de invierno.
A todos los corazones, almas y espíritus de tinta.
Gracias.

Este relato pertenece al proyecto #NaviBlogger de la plataforma Reivindicando Blogger. Más relatos aquí.

9 comentarios:

  1. Em, te lo he dicho en más de una ocasión, tus palabras son auténtica poesía. Escribes de maravilla y tus textos son telarañas que nos atrapan a los que leemos. Me ha encantado, me ha dejado un buen sabor de boca y voy a seguir leyendo por qué sé que todos escribís de maravilla ^^
    Un fuerte abrazo,
    María

    ResponderEliminar
  2. ¿Sabes? Es muy curioso, pero cuando leo algo tuyo, por norma general, suele sonar en mi cabeza con tu voz. Y este relato en concreto lo he leído como si fuera uno de esos cuentos que Escarcha le cuenta a Lechuza cuando no puede dormir en sus noches de insomnio. En fin, es... tan tú, tan Em. Me hace sentir como si me dieras un beso en la frente a tantos kilómetros de distancia.
    No sé, Em, dices que no te gusta y que piensas en borrarlo y... Yo no puedo evitar sentirme como en casa. Esa casa de letras que construyes para mí.
    Un beso de nubes,
    C.

    ResponderEliminar
  3. ¿Qué decirte? Y te atreves a decir que no está bien. Tienes una gran técnica, Em, esto se te da realmente bien. Pero además, sabes evocar cosas que van más allá de la Navidad; la enfermedad, los prejuicios, el hecho de que todo el mundo crea saber la verdad, pero sólo una persona la conozca. Me ha gustado mucho. Espero que no vuelvas a decir que este relato está mal, porque no te dejo.

    Besos,

    Alberto V.

    ResponderEliminar
  4. Pues no sé qué podría decir que resultase original. Me parece que sigues fiel a ese estilo sombrío y estimulante a la vez. Sangre, muerte, colmillos...

    Tu escritura tiene melodía y mola un huevo. Por no contar que la historia y los asuntos que en ella se tratan están bien llevados.

    Un abruzo mío.

    ResponderEliminar
  5. Precioso, Em, un relato muy ameno. Entretiene y tiene un final inesperado. Además he aprendido palabras como genuflexión, orbe y viperino (ésta última me ha encantado). No te había seguido en el blog... pero ya está. Seguiré leyéndote. Un beso... ¡pero no muerdas!

    ResponderEliminar
  6. Precioso, Em, precioso. Tu habilidad para envolvernos a todos en las auras de tus relatos, todas distintas pero siempre con ese toque tan tuyo, ese estilo. Tu habilidad para crear bellísimas imágenes sin necesidad de acudir a grandes estructuras, simplemente de manera limpia. Tu habilidad para crear ternura aquí, tristeza allá, sensualidad más adelante, el escalofrío de lo tétrico de golpe... Tu habilidad, simplemente, de jugar con las palabras. Todo eso está presente en este relato, y en todo lo que escribes, pero sobre todo en este. Me has sumergido de lleno en el ambiente de este relato, en sus personajes, en tu historia y qué puedo decirte más allá de un "Em, que me ha encantando", "Em, que sigas así", "Em, qué elegante eres siempre".
    ¡Un abrazo!

    ResponderEliminar
  7. ¡Pero qué! ¡Qué ha pasado! ¡Por qué se ha acabado el relato! Yo todavía estaba danzando en la nieve, cantándoles baladas a los hermanos, aplaudiéndoles sus abrazos, ¡y ahora! Ay. Ay, Em, no es justo. Es precioso, es níveo, incorpóreo y dulce. Eres tú de nuevo, aquí, hecha relato. Tú eres Melia y —en el buen sentido— también eres Ares. Suenan sinfonías en tus relatos, y yo no he podido sino reproducir una de fondo mientras te leía.

    ¡Un beso muymuymuy fuerte y feliz Navidad!
    Paco M.

    ResponderEliminar
  8. Este relato me ha emocionado como pocos lo han hecho. El golpe de gracia final ha sido certero, y la hoja, oculta tras las plumas del olvido, se ha hundido hasta la empuñadura en mi negro corazón.

    Me apasiona leerte, Em, me apasiona sumergirme en los pequeños mundos que creas, y en los que permites que extraños nos acerquemos y suframos las heridas de los vivos en nuestras carnes.

    Un abrazo muy fuerte,

    Yami no-Oji.

    ResponderEliminar
  9. A ver, Em, no puedes hacerme esto. Otra vez me quedo con ganas de más y cuanto ha terminado ansiaba tener algo más sobre ello. Ha sido maravilloso, escribes de una forma maravillosa y tienes un estilo tan personal y eso me encanta, creo que sería capaz de reconocer algo escrito por ti en cualquier parte, sobre todo por cómo se me queda el corazón después. Maravilloso, de verdad. Un abrazo enorme

    ResponderEliminar