lunes, 8 de octubre de 2018

Piezas perdidas

Todos se empeñaban en decirle que la pieza que se le había perdido estaría debajo de cualquier rincón oscuro y polvoriento, de esos donde no llega la escoba, de los que exigen apartar los muebles. Pero se sentía tan diminuta y frágil que de intentar mover cualquier mueble se le caería encima y el resto del puzzle se esparciría por la estancia. Nunca le había disgustado tanto ese armario, tan grande, de madera maciza y pulida, barnizada y tallada como antaño, con cristales decorados que traslucían el contenido. Ojalá ella tuviese cristales que dejasen ver a través de su coraza, de los grandes muros, del núcleo de acero; todo sería más fácil si pudiesen ver el problema.

Un día apareció una persona que no sólo le decía que apartase los muebles, sino que tenía fuerza suficiente para hacerlo y sin que pudiese hacer nada por evitarlo empezó a mover todos y cada uno de aquellos armatostes, gigantes ávidos de piezas sueltas, de esas que a ella se le caían día tras día. Entonces, la encontró. Detrás del armario, apoyada en la pared desconchada por la humedad, su pieza les miraba con los ojos opacos, entornados, perdidos en una oscuridad tan profunda que generaba mundos, universos, dimensiones. Esa persona se giró hacia ella, el ceño fruncido y los ojos empañados, ¿qué significaba todo aquello?

— Lo siento — Le dijo, avergonzada —, no sabía cómo explicarlo — Le dolía el hueco donde debía encajar esa pieza, también ahí había polvo y humedad y una profunda sombra gris —. Esa es mi pieza, pero ya no encaja. Aun así, gracias por encontrarla.

— Pero eso...

— Sí — Ni siquiera le dejó terminar la frase —. La pieza que me falta, la pieza que se ha perdido soy yo.

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